Es realmente curioso.
He madurado más en estos dos últimos meses, que en los últimos dos años. Y lo peor, sin yo quererlo.
Y sí, es curioso. A veces, los cables de tu vida se cruzan sin que nadie te pregunte qué es lo que quieres o qué es lo que te viene bien en ese momento. Todo se vuelve una maraña complicada de deshacer. Porque cuando pierdes a una persona con la que compartías todo, así, tan de repente, aprendes a contemplar la vida desde una perspectiva totalmente distinta, con otros ojos.
Y eso es lo que ha sido mi verano, he re-aprendido a ver. Como si fuese una persona ciega de nacimiento a la que tras una complicada operación, le quitan la venda, y empieza a descubrir el mundo como un recién nacido.
Porque a veces, muchas cosas pasan desapercibidas a nuestro alrededor, y hay que re-aprender a verlas. Disfrutar de cada detalle, de cada momento. Exprimir cada segundo.
Re-aprender a disfrutar de las buenas conversaciones en una terraza, a sacar la cabeza por la ventanilla y sentir el aire en la cara, sintiéndote libre. A intentar atrapar el sol con los dedos, a suspirar sin motivo, y a perseguir lagartijas. Re-aprender a sacar el niño que todos llevamos dentro, a mojarnos y a perder los papeles. A bailar y a cantar como locos, en cualquier lugar, y en cualquier momento. Re-aprender a darle caladas a la vida, y a dar tumbos, sin rumbo, por ella.
Re-aprender a descubrir a gente que antes era invisible, y darle la importancia necesaria a las cosas. Re-aprender a traer los recuerdos, y darles cobijo, haciéndolos parte de nosotros mismos. Re-aprender a reír hasta que te duela el estómago, y a soñar despierto.
Re-aprender a perder el miedo, a no quedarte con la duda o con las ganas. Hacer desaparecer la vergüenza como si de un globo de helio se tratase, escapando por el cielo y no regresando jamás. Re-aprender a disfrutar de una caricia, de una palabra amable, de un cumplido honesto o de un pequeño acto de cariño.
Pero sobre todo, re-aprender a ser feliz.